De mi columna Coordenadas Móviles en Razón y Palabra.
Mirar hacia atrás suele hacer que algunas cosas cobren sentido. Hoy, cuando el caso de Edward Snowden se ha colocado en el centro de una telaraña diplomática entre varios países, no puedo evitar pensar en 2010. En ese año, la revista estadounidense Time nombró “persona del año” a Mark Zuckerberg, el periódico francés Le Monde hizo lo propio con Julian Assange y el periódico británico Financial Times con Steve Jobs. Las diferencias eran notables, tanto entre las tres personalidades como en los argumentos para otorgarles esas distinciones, pero el elemento clave era la evidencia de un desplazamiento de la visibilidad, en tanto figuras de poder, de la política formal hacia las élites tecnológicas. Los años han pasado y ahora el centro de atención política y mediática es la “presencia ausente” de Edward Snowden.
“No quiero vivir en un mundo en el que no hay privacidad y, por lo tanto, no hay espacio para la exploración intelectual y la creatividad”, declaró Snowden desde Hong Kong, en entrevista para The Guardian. En ese diálogo anunció también que no mantendría el anonimato. Días antes, había filtrado información sobre Prism, un programa de espionaje electrónico operado en Estados Unidos. El joven tuvo acceso a esa información como empleado primero de la CIA y después, de manera indirecta, de la NSA. Tales acciones derivaron en una reacción de Estados Unidos: una demanda penal, la revocación del pasaporte de Snowden, así como la presión hacia otros países para que le nieguen el asilo. Para el gobierno de Estados Unidos, se trata de un traidor, aunque otros han cuestionado la idea de traición. ¿Traición a quién? ¿A un régimen que espía? Hay incluso quienes sitúan el caso, como parte de la tradición norteamericana de denuncia cívica.
La incertidumbre se hace mayor al considerar el papel de los otros países en esto. De entrada, está la indignación de los países espiados por Estados Unidos. Cobra relevancia también la red de relaciones diplomáticas de Estados Unidos con los países por los que ha pasado ya Snowden —China y Rusia— y aquellos a donde podría ir, luego de solicitar asilo. Al cierre de esta columna, el caos había alcanzado al presidente de Bolivia, Evo Morales, cuyo vuelo de Rusia a Ecuador tuvo que ser alterado, luego de que Francia y Portugal le negaran el uso del espacio aéreo por temor a que el avión boliviano llevara escondido a Snowden. Aunque el avión de Morales pudo aterrizar en Austria y, horas después, pudo continuar el viaje a Bolivia, hubo gran indignación entre algunos presidentes sudamericanos. Esto se traduce, para los demás países, en una suerte de obligación de tomar partido: ¿con quiénes está la solidaridad?, ¿a quiénes se les envía una nota diplomática que exprese acuerdos o desacuerdos?
Los analistas de política internacional tendrán mucho que decir al respecto, ya que estos casos de filtración de información —como el que ya habíamos conocido con Julian Assange y WikiLeaks y ahora con el caso de Snowden— derivan en un reacomodo de fuerzas políticas en el mundo. Sin embargo, como he señalado líneas arriba, el hecho de que el tránsito y la solicitud de asilo se hayan convertido en grandes problemas en el terreno diplomático, hace que se pierdan de vista otros asuntos centrales: el espionaje, la libertad de expresión, la libertad en internet y la transparencia. Sospecho que nunca conoceremos los alcances de unos programas de “vigilancia” de tal precisión.
Si el poder está vinculado a la información, ¿quién define la diferencia entre Obama y los otros, como Snowden, Manning y Assange? ¿Quién decide el destino de nuestros datos? Como decía el conocido cómic:“¿quién vigila a los vigilantes?”. O tal vez deberíamos preguntarnos: ¿quién espía a los espías? A propósito, los términos son importantes: mientras algunas notas periodísticas hacen referencia a programas de “vigilancia”, otras emplean el término “espionaje”. No es un dato menor.