Siempre he pensado que no es la cantidad la que importa, sino la calidad. Al mismo tiempo, siempre tiendo a registrarlo todo y parte del registro es contar. Esta semana abrió con 31 asesorías para estudiantes que estaban terminando proyectos intermedios o finales (15 minutos por persona, cual si se tratara de agenda de médico del IMSS), 5 asesorías de tesis, 3 reuniones (que el Comité del Doctorado, que el Observatorio, que los becarios) y 3 clases, todo en línea, en Zoom y Teams. No es que sea diferente de lo que hago habitualmente (quienes me conocen saben que suelo dejar el pellejo en lo que hago), sino que todo eso en presencial es distinto en muchos sentidos, mientras que todo eso en digital multiplica el cansancio físico, son muchas horas frente a la pantalla, con audífonos, en una silla que—por cómoda que sea— cansa. Las gotas de manzanilla para los ojos y unos audífonos de diadema —sí, sí, de los que nunca me gustaron— se han vuelto parte de mi cotidianidad. A eso hay que sumar el cansancio intelectual y emocional.
Esto no es queja, en medio de todo lo terrible, estoy en el grupo de privilegio que puede trabajar desde casa y cuidar de quien le necesita, que en mi caso es cuidar de mi mamá. Se trata simplemente de reconocer que se trata de un cambio drástico para el cual ni siquiera los que adoramos los recursos digitales estábamos preparados. Las y los profesores continuamos labores en medio de la contingencia y, por mucho que sigamos rutinas y horarios, la situación que vivimos no es normal, no es simple y no podemos cerrar los ojos a los cambios, las incertidumbres y las complicaciones que hay hoy en el mundo en términos médicos, sociales, económicos y más. A veces pienso, como dice el post que compartí hace unos días, que nuestra nueva “normalidad” debe evidenciar lo que estaba mal en la que teníamos y nos debe ayudar a construir una nueva, donde derechos elementales como la salud no estén a discusión en función de recursos y capacidades, donde responsabilidades básicas como cuidarnos unos a otros no brillen por su ausencia, donde una emergencia no nos colapse social y económicamente. A veces no soy tan optimista, escucho a los vecinos de mi mamá que tuvieron fiesta, leo noticias de agresiones a personal médico, veo cómo gente con doctorado comparte noticias falsas sobre la contingencia y pienso que nos merecemos la extinción. Las crisis sacan lo mejor y lo peor de nosotros, toca ver qué aprendemos y cómo contribuimos a mejorar.
En fin, las redes de apoyo son lo que sostiene en momentos como éste. En mi caso, mis estudiantes, tesistas y becarias han respondido maravillosamente, ni qué decir de mis colegas y amigos, así como de mi mamá, que no sólo se ha mostrado solidaria, sino que esta vez sí se ha dejado cuidar. De todos ellos, valoro un montón la paciencia, la solidaridad y la confianza. Extraño muchas presencias, abrazos y charlas. Extraño regresar a pie a mi depa en León, en medio de los árboles. Extraño las cosas pequeñas, que son las que construyen lo que somos.