Once

Para Nancy, Dora y Andrea Nohemí.

 

 

Millones de mujeres salimos de casa todos los días para ir a estudiar, a trabajar, al gimnasio, al parque, al súper, al café, a donde sea. Permanecemos en la escuela, en el trabajo, en la casa. Estudiamos, trabajamos, cuidamos, aportamos muchas cosas, creamos, amamos tanto. Diariamente, en México, once mujeres no terminan el día, porque alguien les arrebata la vida. Las historias de esas vidas quedan truncadas de las maneras más horribles.

En el 93 pensábamos que Ciudad Juárez era un lugar peligroso para las mujeres o, más específicamente, para ciertas mujeres. Empezamos a hablar de “las muertas de Juárez” y las veíamos lejos. Sus madres clamaban justicia. Los hijos de algunas de ellas no entendían qué pasaba, por qué su mamá había salido a la fábrica y no había regresado jamás. Parece que nadie les escuchaba.

Con el tiempo fueron siendo más las mujeres asesinadas en México, ya no sólo en Juárez, sino en otros lugares. Al mapa del horror se sumaron Veracruz, el Estado de México, Guanajuato, nuestro Guanajuato. Hoy en este país no hay un estado sin feminicidios. Nadie se escandalizó cuando asesinaban dos mujeres por día, o cuatro o siete. Vamos en once por día y hay quienes todavía no entienden la gravedad del asunto.

Por supuesto que a los hombres también los matan, también dejan ausencias fuertes, también nos duelen. Pero el móvil es distinto, la violencia sobre los cuerpos es distinta, los juicios de las autoridades y a veces de la sociedad misma son distintos. Necesitamos entenderlo.

Once mujeres no terminan el día. Quizá sus padres las esperaban para regresar a casa y se cansaron de marcar a un celular que mandaba al buzón. Quizá sus amigas esperaban verlas ese día. Quizás escribieron una y otra vez “amiga, ¿ya llegaste?, ¿está todo bien?” y no obtuvieron respuesta. Quizá sus parejas no supieron que aquel beso fue el último. Quizá sus profesores no supieron que aquel pase de lista fue el último. Quizá quienes las aman las buscaron —y las siguen buscando— hasta debajo de las piedras.

Quizá quienes solían verlas en el autobús no notarán la ausencia y tampoco quienes se encontraban con ellas cruzando la misma calle o entrando a la misma escuela. Quizás en las estadísticas que presentan los medios sean un número más, una fotografía explícita más, una mujer más a la que las autoridades culpan del riesgo, de estar en el lugar equivocado a la hora equivocada, de su propia muerte. Quizá sea una mujer más que “es hallada muerta”, cuando bien va y es hallada, cuando no dura meses o incluso años desaparecida.

Las once mujeres diarias tienen historia. Tenían 49 años, 40, 31, 27, 24, 23, 19, 17, 16, 7, 3. Tenían sueños e ilusiones, tenían planes, tenían muchas cosas pendientes para ese día y para la vida. También tenían miedo y dolor, sobre todo en los últimos minutos. Tenían y tienen nombre: Abril, Adriana, Andrea Nohemí, Campira, Daniela, Dulce Ivana, Fátima Cecilia, Ingrid, Lesvy, Mara Fernanda, Paloma y un largo etcétera.

Nombrarlas es luchar contra el olvido, para que el paso de cada una de ellas por el mundo no se pierda. Nombrarlas es entenderlas como personas, no como cifras que se pierden en expedientes que no avanzan. Nombrarlas es regresarles la dignidad, para que sus cuerpos lastimados no sean objetos desechables.

Once mujeres son once de nosotras. Quizá nuestras alumnas, nuestras maestras, nuestras amigas, nuestras hermanas. Con once por día nos están matando a todas, un poco cada día. La herida sigue abierta. No acabamos de superar el horror de una muerte cuando ya llegó otra.

Por eso, once por día nos deben hacer pensar qué estamos haciendo como sociedad, no para entrar en pánico y encerrarnos en la búsqueda de evitar ser la siguiente, sino para romper el miedo y encontrar la manera de seguir vivas y seguir juntas, de seguir juntos también. No sería justo ni humano dejar que once se conviertan en trece o veinte o todas. No tenemos más tiempo. La reflexión es hoy, las acciones son hoy, la solidaridad y el amor frente al dolor es hoy también.

En vida, Andrea Nohemí —quien fue asesinada en 2012— escribió en una carta: “Si no tienes voz, grita; si no tienes piernas, corre; si no tienes esperanza, invéntala”. Por ella, por todas las que ya no están y por quienes aún estamos, nos toca inventar la esperanza donde parece no haberla.

 

* Este texto fue escrito para la jornada de reflexión sobre el feminicidio, Universidad De La Salle Bajío, 4 de marzo de 2020.

#undíasinnosotras

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¿Qué pasaría si desaparezco, si me matan? ¿De qué tamaño sería mi ausencia? ¿Qué cosas se caerían si no las hago yo, si no participo, si dejo de estar? Ése es el sentido de #undíasinnosotras. No es un día de asueto, es un día de reflexión, de pensar en la ausencia.

La violencia contra las mujeres se ha naturalizado a tal grado que no parece grave que en México maten 11 mujeres por día. Hay más discusión sobre cómo podemos protegernos del coronavirus que sobre qué podemos hacer como sociedad para enfrentar la epidemia social de feminicidios y otras formas de violencia que padecemos todos los días. Por eso el paro convoca a todas las mujeres, no a todas las personas. No significa desconocer la violencia contra los hombres, que también es grave, también nos duele y también produce ausencias, pero el 9 de marzo pensemos en la ausencia de las mujeres. Cada año se hace paro el 8 de marzo, que es el día internacional de las mujeres. A muchos se les olvida que ese día no es una celebración -y hay quienes hasta envían mensajes de felicitación-, sino un recordatorio de la necesidad de equidad de género. Uno de los acontecimientos que se vincula a ese día es el incendio en una fábrica en New York en 1911, donde murieron casi 150 mujeres porque las dejaron encerradas ahí. Cada 8 de marzo conmemoramos eso, por eso algunas paramos y/o vestimos de negro o de morado.

Con el paro del 9 de marzo, hay quienes tenemos la posibilidad de faltar al trabajo y que eso no tenga consecuencias, pero también hay quienes pueden ver comprometido un día de salario y eso significaría no llegar bien a fin de mes. Por eso celebro que muchas universidades y otras organizaciones se solidaricen, de manera que faltar ese día no tenga consecuencias para quienes pudieran estar en esas situaciones. En sentido estricto, no necesitamos «autorización» para ejercer un derecho, pero en términos prácticos sí hay grandes sectores que necesitan ese tipo de apoyo para participar.

Sin embargo, también creo que la solidaridad un día no es suficiente si no hay un compromiso de fondo por mejorar las condiciones y buscar la equidad. No es suficiente que los gobiernos se unan si no emprenden acciones reales para hacer frente a la violencia, no es suficiente que las universidades se unan si no tienen mecanismos para atender los casos de acoso, no es suficiente que las empresas se unan si sostienen prácticas de acoso y desigualdad salarial.

Quienes podamos parar, paremos. Quienes se puedan solidarizar, háganlo. Y no dejen de pensar qué pasaría si desapareciéramos. No es algo que nos guste pensar, a veces ni siquiera es algo que pensemos posible, pero lo es. Algo podemos cambiar desde lo individual, mucho más podemos cambiar desde lo colectivo.

 

Somos diferentes, somos iguales, vivimos juntos

Nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados.

[…]

Ciertas desgracias no iban

a suceder más:

por ejemplo, la guerra

y el hambre, y tantas otras.

Wislawa Szymborska

De pronto, el mundo parece un lugar terrible. En estas semanas han sido una constante las noticias sobre la expansión del virus del ébola, primero en África y después en Europa y Norteamérica. En México, hace 20 días hubo una masacre de estudiantes normalistas en Ayotzinapa, de los cuales 43 aún están desaparecidos. En Aguascalientes, mi ciudad, se han registrado también varios desaparecidos, que son etiquetados por las autoridades como casos aislados. ¿Qué tienen en común una emergencia sanitaria, la violencia que viene tanto del crimen organizado como de la policía y la indiferencia del gobierno? Más allá de los mil y un factores que se interconectan en cada problemática específica, el común denominador es la desigualdad. El problema del ébola no se tomó en serio hasta que llegó a primer mundo, es como si la muerte de ciudadanos africanos no importara. La matanza y el secuestro en Ayotzinapa trae a la memoria otros casos como los de Atenco, Aguas Blancas y Acteal, para los cuales no ha habido respuesta en años. Es como si ellos fueran ciudadanos de segunda. Finalmente, los familiares y amigos de los desaparecidos en mi ciudad enfrentan la ineficiencia de las autoridades y la indiferencia de sus conciudadanos. Es como si su ausencia en nuestras calles fuera un problema menor.

Somos distintos. Nos han enseñado que es normal que haya unos más privilegiados que otros y también que haya pobreza, hambre, exclusión, falta de oportunidades, violencia, corrupción. En otras palabras, hemos naturalizado la injusticia. Nancy Fraser, filósofa estadounidense, reconoce dos tipos de injusticias: las socioeconómicas, que son una consecuencia de la estructura político-económica de la sociedad, y las culturales o simbólicas, que se sitúan en los patrones de representación, interpretación y comunicación. Las luchas contra las injusticias socioeconómicas apelan a una redistribución económica, las luchas contra las injusticias culturales o simbólicas se traducen en una búsqueda de reconocimiento.

Como dice el poema de Wislawa Szymborska, “nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados”. En este contexto, la democracia prometía que todos seríamos iguales. Los marcos normativos de las democracias, en distintos niveles, establecen ciertos derechos que tenemos como seres humanos, como ciudadanos o como sectores específicos de la sociedad. Sin embargo, a veces las leyes son insuficientes e inadecuadas, a veces no son exigibles y justiciables y a veces, aunque todo el entramado sea una maravilla, las desigualdades persisten. Nuestro esperado siglo XXI no tiene coches voladores ni robotinas que se encarguen de las labores domésticas en los hogares promedio. En cambio, tiene unos niveles de desigualdad increíbles, que no se reducen a las estadísticas sobre desarrollo humano y otros indicadores, sino que se viven con dolor e incertidumbre entre quienes sufren/sufrimos las desigualdades (recordemos que a veces estamos de un lado, a veces de otro).

Este año, la iniciativa de Blog Action Day para postear sobre la desigualdad es un granito de arena para hacer visible el problema. El asunto es qué hacer, más allá de las palabras, para agotarla. Quizás la clave es el reconocimiento. Reconocer al otro como alguien diferente, pero con iguales derechos, puede contribuir a la construcción de otro mundo posible; eso implica reconocer que hay distintos proyectos de ciudad y de mundo que deben aprender a coexistir. Suena utópico, pero conozco bastante de cerca a grupos que luchan por revertir las desigualdades, así como por imaginar y construir ese mundo mejor. Pienso en grupos locales con los que he convivido en distintos niveles y por distintas razones, como Amigos Pro Animal, Libros Vagabundos, Casa del Migrante Camino a la Vida, The Inventor’s House, Bicicálidos, el Movimiento Fotocaminante, Casa Semillas, Conciencia Ecológica, Gatos para Todos, la Colectiva Feminista, el Observatorio de Violencia Social y de Género de Aguascalientes, Francisco Delgadillo y el grupo de gente que trabaja en Pastoral Penitenciaria, los jesuitas, los que apuestan por el buen periodismo, en fin, la lista podría continuar por los siglos de los siglos. Los esfuerzos no son pocos, pero los problemas son muy grandes y requieren de mucho trabajo. Entre quienes estamos interesados en esto, cada uno tendrá su apuesta para contribuir al cambio.

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Esta foto fue tomada en el Segundo Festival Cultural Vagabundo, de Libros Vagabundos. «Cambiar el mundo, que no es locura ni utopía, sino justicia», dice.