Luego de dos semanas de vacaciones, el regreso a… —aquí es donde no sé cómo nombrarlo, porque no es el regreso a la realidad, tampoco a la normalidad o a la rutina, porque todo eso se vio trastocado— la serie de rutinas laborales que hemos reinventado para la cuarentena fue intenso. Esta semana, tuve un combo mágico de 16 asesorías —algunas exprés y otras con calma—, dos conversatorios, tres reuniones, dos seminarios de investigación, dos clases que doy y otras tres que tomo, dos seminarios de investigación, dos entrevistas y un apéro a distancia, bajo la forma de maratones diarios de Teams y Zoom, con todo lo que ello implica de trabajo previo o posterior.

A veces me siento profundamente agotada en lo mental y en lo físico, a veces tremendamente satisfecha, como el lunes 20, que participé en un conversatorio sobre el 9M y —aunque hicieron falta tiempo y voces— fue una excelente oportunidad para retomar una preocupación que pareciera haber sido sepultada por la pandemia. O también el viernes 24, que participé en otro conversatorio sobre alfabetización digital, centrado en algunos aprendizajes de estos tiempos de contingencia. Este fue interesante, entre otras cosas porque estaba planeado desde antes para realizarse en marzo en la universidad, pero, ante la contingencia, optamos primero por posponerlo y, después, por programarlo en línea. Fue mejor así, porque participó gente de Ciudad de México, Guadalajara, Vallarta, Aguascalientes, León, Colima, Toluca y Costa Rica. El diálogo se tejió muy bien, hubo aportaciones interesantes, entre la catarsis y la reflexión. Creo que salimos todos contentos.