Crónicas del confinamiento, días 34 al 39 (20 al 26 de abril)

Luego de dos semanas de vacaciones, el regreso a… —aquí es donde no sé cómo nombrarlo, porque no es el regreso a la realidad, tampoco a la normalidad o a la rutina, porque todo eso se vio trastocado— la serie de rutinas laborales que hemos reinventado para la cuarentena fue intenso. Esta semana, tuve un combo mágico de 16 asesorías —algunas exprés y otras con calma—, dos conversatorios, tres reuniones, dos seminarios de investigación, dos clases que doy y otras tres que tomo, dos seminarios de investigación, dos entrevistas y un apéro a distancia, bajo la forma de maratones diarios de Teams y Zoom, con todo lo que ello implica de trabajo previo o posterior.

A veces me siento profundamente agotada en lo mental y en lo físico, a veces tremendamente satisfecha, como el lunes 20, que participé en un conversatorio sobre el 9M y —aunque hicieron falta tiempo y voces— fue una excelente oportunidad para retomar una preocupación que pareciera haber sido sepultada por la pandemia. O también el viernes 24, que participé en otro conversatorio sobre alfabetización digital, centrado en algunos aprendizajes de estos tiempos de contingencia. Este fue interesante, entre otras cosas porque estaba planeado desde antes para realizarse en marzo en la universidad, pero, ante la contingencia, optamos primero por posponerlo y, después, por programarlo en línea. Fue mejor así, porque participó gente de Ciudad de México, Guadalajara, Vallarta, Aguascalientes, León, Colima, Toluca y Costa Rica. El diálogo se tejió muy bien, hubo aportaciones interesantes, entre la catarsis y la reflexión. Creo que salimos todos contentos.

De la formación de jóvenes investigadores

Hace un par de días participé como evaluadora en un encuentro de jóvenes investigadores, donde participaron estudiantes y recién egresados de licenciatura. Celebro que haya estos espacios, por supuesto. Me entusiasma que los jóvenes estén interesados en la investigación científica. Sin embargo, ese evento en particular me pareció chafísima.

De entrada, el nivel de las ponencias era muy desigual: propuestas novedosas frente a otras muy gastadas. No podemos exigir a los estudiantes de licenciatura como si estuvieran en doctorado, pero repetir cosas que se han hecho hasta el cansancio refleja una falta de conocimiento sobre investigaciones previas y, cof cof, una tremenda falta de dirección.

En ese sentido, las ponencias están avaladas por investigadores, de modo que estos son corresponsables de la calidad de los trabajos. Hemos de cuestionarnos cómo asumimos la tarea de formar nuevos investigadores. Escuché estupideces enormes, por ejemplo, un estudiante de economía afirmó que la participación de las mujeres en el trabajo aumenta la desigualdad, de acuerdo con sus cálculos. Más allá de lo metodológico, hay un asunto ético.

El tiempo fue otra complicación. Cada participante contaba con 10 minutos para exponer y había dos minutos más para preguntas de los evaluadores. Sí, dos minutos para seis evaluadores. Y sí, preguntas, no comentarios o recomendaciones. Si la idea es que crezcan, el formato no ayuda, porque no permite el diálogo.

Finalmente, el encuentro es un concurso. Si bien puede justificarse que la competencia es un estímulo, se favorece la comprensión de la actividad científica en la lógica meritocrática de la puntitis que tanto daño nos ha hecho.

Fin de la catarsis… o pausa, ya no sé.

Divagaciones nocturnas sobre la escritura académica

Este día me he dedicado a escribir y escribir y escribir. Re-escribí parte de unos capítulos de mi tesis y corregí un par de capítulos de libro —ambos en coautoría con colegas—, por supuesto, mientras tomaba café y contemplaba la lluvia desde la ventana. Entre tanto tecleo, pensé dos cosas. En primer lugar, que amo tanto lo que hago, entre otras cosas, porque me resulta intelectualmente desafiante, me hace buscar ir más allá de lo que creo que puedo y eso a veces resulta angustiante, pero siempre termina por ser gratificante. En segundo lugar, que el trabajo en equipo es una maravilla. Vaya, escribir en coautoría es muy complicado, desde los asuntos prácticos de hacer que converjan las agendas o que el estilo se vea más o menos uniforme, hasta los asuntos de fondo de establecer acuerdos respecto a perspectivas, conceptos, prioridades y más; pero eso tiene sus ventajas, permite enfrentarse a la mirada de los otros desde el proceso mismo de producción y obliga a dar varias vueltas sobre lo que uno escribe.

Cosas que hacen que valga la pena dar clases

I.

«Gracias por darme clases el último año de la carrera», decía el mensaje que un ex-alumno me envió hace algunos días. Me explicaba que miró hacia atrás y le pareció que el trabajo que hizo en mi materia (Investigación en Comunicación Social) fue muy bueno, que aprendió cosas y que esas cosas han resultado de utilidad. Siempre es satisfactorio saberlo, es una motivación para seguir.

II.

En el grupo del que forma parte este alumno hubo excelentes investigaciones sobre una buena diversidad de temas: la cobertura mediática de la violencia, la transición de la industria discográfica de lo analógico a lo digital, las narrativas transmedia en el fanfiction de 50 sombras de Grey, entre otros. Me sorprendió mucho que incluso aquéllos que no demostraban mucho interés por la investigación se esforzaron por hacer buenos trabajos. El común denominador fue, además de mucho esfuerzo, elegir un tema apasionante para cada uno, algo sobre lo que había una pregunta que iba más allá de las clases y de la búsqueda de una calificación, algo que para muchos es o está muy cercano al proyecto de vida.

III.

Otra de las cosas que hacen que valga la pena la docencia es la experiencia de permanente aprendizaje: los profesores aprendemos mucho de los alumnos. Aprendemos también mucho de nosotros mismos cuando estamos con los alumnos y miramos a través de ellos, sus preguntas, dificultades e intereses. Este semestre, que hice una pausa voluntaria en la docencia, es un gran momento para reflexionar… y también para extrañar.

Hoy fue un día muy bueno…

He terminado mi décimo contrato como asistente de la misma persona. No habrá un contrato número 11. Mi currículum registra que fui asistente de investigación de Rebeca Padilla de enero de 2008 a diciembre de 2012, que colaboré en sus tres proyectos de investigación más recientes —uno sobre identidades urbanas y geografías mediáticas y dos más sobre el cruce entre juventud, ciudadanía política e internet—, que también participé con ella en la coordinación del capítulo centro-occidente de la Sistematización de la Investigación Regional de la AMIC e, incluso, en un proyecto que no acabó de cuajar —de cuyo título ni ella ni yo queremos acordarnos—, que hemos escrito artículos y ponencias en coautoría, en fin…

Sin embargo, la cursi de clóset que soy tiene muy claro que hay cosas que no se dicen en la formalidad de un currículum —Wislawa Szymborska lo ha dicho mucho antes y mejor que yo— y que es preciso decirlas en algún otro lado.

Llegué a este trabajo en algún momento de mi formación de maestría y me fui en algún momento de mi formación de doctorado. Rebeca había sido mi profesora de Televisión en licenciatura y me reconocía como alguien creativa y responsable, pero no como alguien con interés por la investigación. No nos engañemos, en aquel tiempo yo no tenía interés alguno por la investigación, ése vino después, pero vino con mucha fuerza. Un día nos encontramos en la biblioteca del ITESO, para entonces ella y Salvador de León estaban en el Doctorado en Estudios Científico-Sociales y yo en la Maestría en Comunicación de la Ciencia y la Cultura. A partir de ese encuentro, compartimos algunas comidas, conocí otro lado de ellos, entre la montaña rusa del posgrado. Otro día coincidimos en un congreso de comunicación en la Universidad de Guadalajara. Días después, Rebeca me escribió para proponerme que fuera su asistente. No fui la única persona a la que escribió, pero fui la que respondió “sí” en menos de tres segundos, a pesar de que tenía 80 millones de dudas sobre si realmente me convenía comprometerme justo cuando estaba en medio del caos de mi tesis de maestría. Sobra decir que no me arrepiento de haber dicho que sí.

Desde el principio, encontré a una investigadora seria, metódica, obsesionada con la calidad, que aprendió muy bien de Guillermo Orozco que la apertura y la generosidad son elementos fundamentales para el trabajo en equipo y que esto hace escuela. Fui testigo de su transición del interés por las audiencias televisivas hacia las audiencias de medios en un sentido más amplio y, posteriormente, hacia los usuarios de internet. Hay quienes me han preguntado si fui yo quien la convirtió a los estudios de internet, pero he de confesarme libre de culpa. Si bien algunos investigadores jóvenes llegamos directamente a los estudios de internet, hay un fenómeno interesante entre quienes llevaban ya una trayectoria importante en los estudios de audiencias… no pueden hacer como si la presencia de internet no cambiara un ápice, de modo que, aunque no sea su interés principal, terminan por tomarlo en cuenta. Sospecho que toda esta discusión será francamente irrelevante en unos años.

Precisamente esta reunión entre una investigadora con trayectoria en los estudios de audiencias y una investigadora emergente en los estudios de internet, fue muy importante para el trabajo en equipo que mencioné líneas arriba. La formación —y también la edad, je— de Rebeca le han permitido mantener cierta extrañeza frente a los usos de internet y plantear cuestionamientos ante cosas que podrían parecer obvias. Mi formación —y también mi edad, je, y mi condición de fan de la tecnología—me han permitido comprender ciertas lógicas con gran facilidad. El encontronazo entre posturas siempre ha sido productivo y ha incluido discusiones sobre si a eso que vemos hemos de nombrarle audiencias o usuarios, si eso que hacen los jóvenes es producción o recepción o una mezcla extraña de ambos y de otras cosas, en fin.

De esos intercambios han salido productos concretos: dos capítulos de libro —“El corazón japonés” y otro sobre la ciudad e internet, que aún está en prensa—, dos artículos en revistas —“El estudio de las prácticas políticas de los jóvenes en internet” y “El diario en línea. Metodología para el análisis y la reflexión sobre internet y las prácticas políticas entre universitarios”, éste último junto con Lolis Villalpando— y algunas ponencias para el Seminario de Investigación de la UAA. También hemos hecho varios viajes juntas: el primero fue a Monterrey, al Encuentro Nacional de AMIC en 2008; el último —o el más reciente— fue a León, al Seminario de Culturas Post-Mediales, hace menos de un mes, en la Ibero.

374420_182290038576052_141132495_nRebeca Padilla, Héctor Gómez Vargas y yo, en el Seminario de Culturas Post-Mediales (Universidad Iberoamericana León, 30 de noviembre de 2012).

De algún modo, soy privilegiada, no todos los asistentes pueden dialogar y publicar con sus jefes. De hecho, sé de algunos asistentes que terminan siendo ghost researchers y que no reciben ni las gracias, pero ésa, como diría la nana Goya, “es otra historia”. Como sea, la anécdota fue el pretexto para traer a cuenta algo importante: el trabajo de un asistente habitualmente no se ve. Podría decirse que para eso se les paga, para trabajar mucho y ser invisibles, pero ni eso, los salarios son malos y las condiciones de contratación son precarias también. En mi caso, me quedé tanto tiempo precisamente por lo que he señalado líneas arriba, porque la oportunidad de participar en diversas investigaciones, de establecer diálogos de pares, de hacer trabajo en equipo y construir redes y de abonar a una carrera académica emergente, me resultó bastante más estimulante que el salario.

Obviamente, también hice muchas cosas invisibles y poco estimulantes —o nada estimulantes—, como ir de tour por ene escritorios para realizar trámites ilógicos una y otra vez. He de decir que hacer el mismo trámite tantas veces era digno de una película como aquélla sobre el día de la marmota. Esas cosas invisibles derivaron en cosas visibles, como tener equipada un área de investigación con muebles bastante decentes. Quien sea asistente después de mí, probablemente no sepa que en el principio no había un espacio específico para las labores de los asistontos, que hubo que llegar a colonizar una sala y que los escritorios, armarios y computadoras fueron llegando a cuentagotas.

La presencia de los otros siempre es importante. Cuando hablo de trabajo en equipo, no sólo me refiero al que hicimos Rebeca y yo. En este tiempo, trabajamos muy de cerca también con Lolis Villalpando y con Salvador de León; con los otros asistentes, Rubén Alonso, Pedro Hernández, Ana María Navarro y Citlalli González; con las becarias Jenny González, Lupita Jaime y Karina Ruiz;  los prestadores de servicio social Johnathan Acuña, Sofía González y Fernando Mendoza, así como otros tantos que participaron en el proyecto de Ciudadanía política en la red, cuyos nombres no puedo decir porque el convenio de confidencialidad los protege —ustedes saben quiénes son—; la secretaria Lety y los técnicos Cristian y Arturo. Tantas mañanas fueron geniales entre el trabajo en equipo y la liberación de frustraciones compartidas. Hubo incluso prácticas poco académicas, como ponerles nombre propio a las computadoras: Lazarita —que murió y resucitó—, Chanclitas, Macaria e Hipólita; todas ellas desfilaron alegremente y soportaron el trabajo duro.

P1010257Rebeca Padilla, Salvador de León y yo, en Sanborns de Los Azulejos, algún día de julio de 2009.

En estos cinco años, hubo momentos realmente sublimes, como una vez que fui enviada a la biblioteca a revisar unos textos y encontré que un capítulo del libro que buscaba fue escrito por mi romance más rápido de occidente. Muy pequeño el mundo es. Otro momento que rayó en lo sublime fue uno en el que grité “¡que se cuide McQuail!”. Lo malo es que no puede contarse en público. Lo bueno es que McQuail puede estar tranquilo, no pasó a mayores.

Pero el mejor de los episodios de estos cinco años fue cuando acompañé a Rebeca a recoger a su hijo del kínder. “Hoy fue un día muy bueno, mami”, dijo. Después relató que había jugado futbol y le habían metido nueve goles; que pudieron ser trece, pero atajó cuatro; que se había divertido mucho y que lo importante no es ganar, sino jugar. Yo no he recibido nueve goles, sino un mal salario; pero también me divertí harto, aprendí mucho y fui muy feliz, pero es momento de que le dedique más tiempo al doctorado. Puedo decir que éstos fueron cinco años muy buenos.

De cómo unas cosas permiten ver otras…

Leí muchas reseñas de Después de Lucía y, en prácticamente todas, decía que la película abordaba el bullying. Ricardo, un amigo que ya la había visto, me dijo que el tema no era el bullying en sí mismo. Después de verla, comentaba con él que, efectivamente, el bullying es un elemento clave de la historia, pero es una especie de pretexto para ver otras cosas, como los sentimientos de culpa y de vulnerabilidad.

 

Lo mismo ocurre en otras películas. Justo ahora, viene a mi mente La llave de Sara (Elle s’appelait Sarah), donde un elemento importante, que se aborda tangencialmente pero le da sentido a toda la historia, es la culpa que carga Sarah durante toda su vida. La culpa, de algún modo, también está presente en Julia, por ocupar el espacio del cual fue despojada una familia judía en 1942. El holocausto es aquello que permite ver el sentimiento de culpa.

 

La culpa también está en Secretos peligrosos (The whistleblower), la experimenta Kathryn por haber prometido a las chicas que resolvería la situación de total indefensión en la que se encuentran frente a la explotación sexual en un país que no es el suyo… y por ver cómo casi todos son testigos insensibles de la injusticia. En esta historia, basada en hechos reales, la culpa es también un asunto clave.

No es casualidad que sean historias de mujeres. A nosotras se nos enseña a sentir culpa. ¿Será que otros mundos son posibles?

Por qué se investiga lo que se investiga… más notas

Dar una clase, la que sea, es siempre una oportunidad para aprender. Cuando la clase es de metodología de la investigación, es además apasionante observar cómo los estudiantes construyen sus objetos de estudio. Esta semana, mis alumnitos de LCO discutieron en sus equipos para definir muy inicialmente sus temas de investigación.  Unos tienen más claridad que otros, pero en todos los casos resulta interesante ver por qué eligen lo que eligen: porque han vivido determinado problema en carne propia, porque se trata de un asunto que no conocen tanto y quieren aprender, porque buscan ir haciendo su caminito y generar experiencia en un área concreta, porque les preocupa el futuro, porque ven la incertidumbre en el campo laboral e incluso porque las conexiones familiares permiten acercarse a actores clave y eso se traduce tanto en facilidades para el trabajo como en oportunidades de posicionamiento. En fin, en algún lugar leí que uno investiga lo que le afecta, en muchos sentidos. Lo que me soprende es, tal vez, encontrar razones tan claras y tan sinceras en chavitos de primer semestre. He ahí una de las mil y un cosas que hacen que la vida valga la pena.

¿Por qué una investiga lo que investiga?

¿Por qué una investiga lo que investiga? La mayoría de las veces que he presentado mi trabajo frente a otros -sean colegas, alumnos, etc.- se me ha preguntado por qué elegí estudiar ciertos objetos. Hace unos días estuve con los alumnos de Ana María Navarro en Seminario de Investigación en Comunicación, la pregunta volvió a surgir. La respuesta me recuerda por qué me dedico a esto, porque el blogging autobiográfico -y otras prácticas de comunicación digital- implicó una ruptura e implica un gran poder, porque la comunicación digital vinculada a la experiencia urbana rompe el mito de la división radical entre la vida «real» y la vida «virtual», sobre todo porque cada respuesta genera nuevas preguntas.

Todos en el piso

No sabemos qué pasa afuera, sólo escuchamos los balazos. Quizás el video que está abajo es una metáfora perfecta de nuestra situación frente a la violencia, podemos no saber de dónde viene ni qué está pasado exactamente afuera, pero a falta de soluciones colectivas, buscamos formas individuales de enfrentarla o, al menos, de asumirla (a propósito de lo que señalaba en el post anterior).

Alan Santacruz lo expresó mejor que yo, cuando puse el video en mi muro de Fb: «Me ha conmocionado, atroz, Dorix, atroz… el canto de la copla con los niños en el piso, mientras, afuera, las balas de un rifle automático terminan en el cráneo de algún señor». Vaya contrastes. Vaya combo de impotencia, incertidumbre, dolor y esperanza, tenemos.

Soy fan de la maestra, sobra decirlo.