Uno de los enemil pensamientos que cruzaron por mi mentecilla cuando vi Toy Story 3 es que no es precisamente para niños. Los planteamientos que en medio de los juguetes se hacen sobre el poder son fuertes y tal vez ya estoy muy dañada, pero la tiranía del oso perverso y algunas actitudes de los personajes, me recordaron demasiado a la Rebelión en la granja de George Orwell, e incluso a los Pollitos en fuga y sus implicaciones «holocáusticas». En fin, reflexionar sobre el poder, a partir de Toy Story, creo que lo dejaré para otro post.
El punto es que al salir del cine empecé a hacer cuentas y recordé que vi Toy Story, la primera, cuando tenía 13 años (oh, sí, ahora lo recuerdo, corría el año de 1995), la segunda no me acuerdo cuándo y la tercera a los 28 (golpe de vejez, ya dupliqué la edad). Quienes vimos la primera, oscilamos tal vez entre los veintitantos y los treintaypoquitos. Así que la magia de Toy Story 3 quizá radica en que está escrita para los niños que fuimos. Desde lo que somos ahora resulta maravilloso (o, por lo menos, interesante) voltear a ver de dónde venimos y qué dejamos en el camino.
Y he de confesar que la que soy ahora es alguien que se está insertando en la categoría de adulto contemporáneo y que lloró como Magdalena con el drama de Andy, tal vez más que con el de los juguetes.